05-07

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ahí afuera

Dicen que ahí afuera, en la calle, la gente quema contenedores. Hay gente que siendo más civilizada, maneja cifras y da consejos. Gente aún más civilizada, sustituye los interminables números por listas de nombres en las que es probable que yo ya me haya perdido hace mucho tiempo.

No sé si yo soy el más civilizado de todos, pero habiendo pasado ya por demasiadas cosas, habiendo saboreado el óxido y la herrumbre de la ilusión mojada, me estoy preparando un café.

Mi viejo perro Bosco, me vigila, en plano contrapicado de cejas, sin esperar sorpresas por mi parte. Un día echamos un pulso, sus patas contra mi corazón, y quedamos en tablas de cansancio. Desde entonces en esta casa se vive con otro ritmo. Mi perro se lame el orto en su manta mientras tú gritas revolución en la calle.

Puede que sea el más listo de los dos, de los tres si te incluyo a ti, señor revolucionario, pero tampoco puedo pretender ser un perro, aunque pueda llegar a suponer un ascenso.

Un hombre que busca dejar de ser un hombre para convertirse en animal, es un hombre que no ha entendido la vida. Tampoco se puede decir que la vida se haya molestado en entenderme últimamente.

Me quedo con la improbable frase bastarda que en una noche de desenfreno pudiesen haber fecundado Wilde y Nietzsche. “Vida, existes para ser amada, nunca entendida”. Quien quiera ser animal, suspende el examen y yo en mi caso particular, presento y suspendo el examen a una vez.

Hubo épocas, sin embargo, en las que sacaba matrículas en este absurdo. Épocas en las que sin pretenderlo, era más animal que persona. Épocas en las que solíamos gritar.

Cuando se nos compara con los animales; o se destaca en nosotros la agresividad, las fauces hambrientas buscando sangre u otros fluidos y los golpes en el pecho; o se nos asimila con la bondad y la quietud de alma y espíritu de los buenos seres de la naturaleza.

Puestos a hablar de gente que no entiende la vida, también hay gente que no entiende al animal.

Ser un animal es perderse en la falta de consciencia, en la desconexión con los colores de tu bandera, en el me importa un pepino lo qué gritamos y el por qué algunos nos lo quieren prohibir. La falta de consciencia de la marca de tu ropa, de tus influencias musicales y de tus libros leídos, todos esos en los que yo me puedo mear.

Me convertí en una persona vírica por momentos, tuve que soportar la infección de oído que provocaban las palabras de otras, las depresiones, la frustración, y a veces el éxito, en la carrera del saltar vallas en que algunas mentes cerradas han convertido la vida.

Unos sobrevivían, otros fracasaban, algunos caían y pocos triunfaban. Aún hoy cuando unos están muertos, otros en la droga, algunos nos refugiamos en nuestros pequeñas guaridas y pocos viven en palacios, no se decir muy bien quién es quién en la foto finish.

Los engaños de otros, de uno mismo, a otros y a unos. Las argucias, las trampas, los fines que justifican medios, lo superficial, lo interior que a veces es peor que el envoltorio. Todo eso se va mientras ponemos azúcar en la taza y nada importa nada. No obstante, en su día nos bebimos los tragos amargos sin rechistar.

Tengo apilados tinteros vacíos, los collages hechos con cartuchos acabados. Los libros de antiguo que tanto nos gustó coleccionar se apilan y ya no huelen a jazz. Huelen a humedad y han perdido su color nostalgia. Los cuadernos con anotaciones parecen más de Diógenes que míos y yo me distancio de ellos con cada pequeño gesto de indiferencia.

Recuerdo tu cámara, recuerdo la bufanda que me ponía incluso en días de calor. Recuerdo tus historias, las mías y nuestra feliz mediocridad.

Recuerdo cuánto nos importaba el fuego de Grecia y las políticas de enanos. Las letras de los cantautores que en realidad no decían nada rondaban por la habitación. Eran letras insulsas que no decían nada, pero no sabes lo bonita que estabas cuando las escuchabas a mi lado.

Deseché tu poncho de abuela recién comprado cuando te vi con él puesto la primera vez y lo adoré la segunda. Cómo disfruté siendo un hipócrita a tu lado. A veces me sentía inteligente y mordaz y muchas otras un simple charlatán pero, incluso entonces, tú me hacías sentir especial, estando a mi lado, guiando mi frustración y enseñándome que entre todos los charlatanes del mundo yo era el único que merecía redención.

Cómo me gustó cagarla tanto en esos días de derroche de esfuerzos y de discusiones por el peso de las nubes y las patas de los peces. Nunca pensé que no saber pensar pudiese traer tantas recompensas a una persona. La ignorancia era la felicidad y yo siendo su rey tenía total potestad sobre sus mieles, caminando del lado de mi reina.

Noches en que me fumaba paquetes enteros de tabaco sin preocupaciones y corría carreras entre calles sin resuello. Las borracheras sin resaca y las risas con desconocidos porque todos éramos miembros de la hermandad del inconsciente colectivo y del “te voy a invitar a una caña aunque no te conozco” eran diarias.

Echo de menos ser un animal y a la vez me alegro de no serlo, porque no serlo me convierte en algo capaz de recordar, para poder mantenerte viva y de esta manera mantenerme vivo a mí mismo.

Tu sonrisa preside mis despertares y modera mis reposos.

Sigo prefiriendo nuestras noches de viernes. Noches como esta en que tengo ya caliente el café, también el boli dispuesto en la mesa sobre la página 34 abierta de la revista de pasatiempos.

Esta noche en la que, creyendo saber muchas cosas me he vuelto a dar cuenta de que no sé nada, te reto a que resuelvas tu crucigrama antes que yo el mío.

Dime “te he ganado” al oído una vez más.

2

C__Users_usuario_Documents_Dibujo1 Model (1) HOLGAZANEAMOS

Holgazaneamos. Holgazaneamos todo el día.

Nuestras pequeñas vacaciones del mundo real. De un mundo real que ya huele a rancio, que no puede ocultar bajo tanto maquillaje su hedor. No puede ocultar que las arrugas ya son profundas, son depresiones imposibles de obviar, como el olor a descomposición que emana de los cadáveres que son sus cimientos.

Ella en cambio huele a perfume y amor.

Sólo entre sus brazos soy consciente de la verdad, esa que me susurra al oído que ya nada volverá a ser igual. Me susurra al oído, pero desde dentro de mi cabeza. Me dice que ya no vale lo que ayer era bueno. Que donde escribía la palabra satisfacción en el pasado ahora tacho y escribo conformismo, enfadado por los presentes que se me escaparon. Bueno, realmente antes no escribía, es solo una forma de hablar. Esa parte de mí estaba acurrucada sollozando en un hueco bajo la cama, a la espera de que ella la rescatase.

Todo lo que me importa está entre esas cuatro paredes y sólo cuando ella está allí. A su lado me siento como una pequeña ardilla de árbol que sin llegar a hibernar se cobija junto al calor de sus seres más cercanos, a la espera de que tiempos mejores y más cálidos les llamen desde el exterior.

Y así, en el duermevela de calor de sábanas y humano, sin llegar a entrar en ese coma voluntario que practican otros animales, las dos ardillas del árbol nos alimentamos y compartimos el día, limitando nuestras acciones al mínimo necesario estudiado, en busca de la preservación de la energía para el resto de la semana.

Recientemente he leído que el tiempo de «hibernación» de las verdaderas ardillas ha aumentado como consecuencia del cambio climático por la ralentización en el deshielo estacional. En teoría es algo negativo para el medio ambiente y para ellas, pero no sabes cuanto las entiendo.

Que nadie me malinterprete con toda esta metáfora. De esas tardes, de esos días enteros y de esta forma de vida momentánea, han surgido ideas y proyectos tan buenos como el inicio de este blog.

Rematar una semana dura escuchando discos hasta el anochecer mientras unos dedos finos y elegantes recorren mi pelo y mi espalda, sin poner malas caras a mi afinidad por el humor absurdo y la narrativa cruda, es una satisfacción superior, que siempre va a dejar en medalla de plata  a la realización personal a través del trabajo.

Este caso es más que un trabajo, es un hobby, una gimnasia intelectual que me obliga a compartir la escritura, con el ánimo de superar sus magníficas fotos. Es un bebé que engendramos en un tiempo en el que sólo los privilegiados pueden costearse el tener una descendencia.

Así llegamos a través de las partidas de ordenador, de las películas y de las series, a los trabajos compartidos en pijama, mientras nuestros cafés humean junto a los portátiles encendidos. La lectura en tiempo real de mis líneas de texto por su parte y el comprobar como sus proyectos e imágenes evolucionan hacia algo nuevo y mejor cada vez que ojeo su pantalla, son experiencias que desconocía, que ignoraba que pudiesen ser tan enriquecedoras.

No soy la persona más recelosa del universo respecto a mi trabajo. No me encierro en un sótano a escribir historias que jamás permitiré leer a nadie, pero tampoco he disfrutado históricamente con la idea de compartir cada palabra, cada letra con algún crítico cercano.

Ahora me muero de ganas de mostrar cada nueva idea que se me ocurre. Tener un genio creativo como el suyo a mi lado me inspira a buscar nuevas formas de sorprender, de realizar. Por supuesto no vendo mi estilo personal a las caricias y las palmadas en la espalda y he aquí el milagro.

Ella disfruta de mi estilo, de las expresiones que elijo, de cada giro de los textos y me alienta a enriquecerlo y hacerlo más grande. En todo este proceso me ha tocado exponerme de manera definitiva a los pocos perturbados que entiendan este pequeño trozo de internet como un lugar donde poder leer relatos breves y no sólo ojear fotografías, pero recojo el guante gustoso, sabiendo que los pasos que dé serán dados en su compañía.

Poco puedo hacer si algo no le gusta a ella o a los lectores, pero sí puedo actuar en caso de que no me guste a mí mismo la incapacidad que tengo para escribir algunos días. Salir del inmovilismo, del miedo al fracaso o a la mediocridad.

No voy a matar mosquitos a cañonazos ni autorizar el fuego a discreción en una serie de relatos breves carentes de inspiración, realizados a granel para llenar este blog. No soporto el encefalograma plano cuando se comparte la escritura. No pretendo abrir la boca para disipar todas las dudas sobre mi presupuesta estupidez.

En este internet ilimitado, donde las normas de la escasez de recursos que nos obligan a medir cada esfuerzo y cada tecla pulsada no existen, pretendo escapar de la escritura irreflexiva, la que llena las hojas sin preguntarse si al hablar no estamos mas bien estropeando el silencio.

Mientras todo esto pasa por mi cabeza, releyendo lo escrito con el tecleo constante y el sonido de «clicks» de su ratón de fondo, pienso que no es realmente trascendente, que la vida es algo demasiado importante como para tomársela en serio, tal como decía Billy Wilder y que en realidad, no pasa nada si os hago leer alguna que otra frase de relleno, que me es muy útil para cumplir de una vez con el reto de que este texto termine marcando en el contador del Word las mil palabras.

Pero que le voy a hacer; al fin y al cabo, como suelo decir, odio la hipocresía. Ahora debo dejaros, porque un deber mayor me reclama. Los dos estamos de acuerdo en que es buen momento de hacer una pausa del trabajo, una pausa de la vida.

Holgazaneamos, holgazaneamos todo el día.