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Ventana

Como una canica lanzada por las escaleras, rendijas y cañerías de la ciudad, he acabado ubicado en un modesto agujero de un sexto piso, unos quince metros sobre el suelo, sin saber muy bien por qué.

La calle a la que pertenece mi portal es amplia y perpendicular a la trayectoria del sol. Respeta las mañanas perezosas y los finales de día cansados a la sombra de los edificios. Lamentablemente, nada de esto influye de manera directa en la habitación desde la que escribo, que tiene como únicas vistas, dos ventanas gemelas a cinco metros de distancia.

Durante los años que llevo viviendo en este edificio he podido conocer muchas historias a través de una ventana que rara vez ha permanecido cerrada, pinceladas concentradas de un barrio, en el laberinto de muros de hormigón.

Las paredes de este patio están pintadas en blanco. La luz reflecta en ellas y llega hasta los últimos pisos del espacio negativo de la columna, cuyo techo azul no todos pueden ver. Un truco que disimula el hecho de que el sol está bastante más lejos de lo que parece.

Reposando en la jamba de la puerta, veo el marco blanco de una ventana como diapositivas extraídas de un negativo, encuadradas en sus plásticos, parecen trozos de una historia no oficial que no ha importado mucho nunca a nadie.

Hace poco que me he instalado en la habitación y he descubierto para mi sorpresa que tras las cortinas rojas de dudoso gusto que jamás se descorren hay clientes que se corren a todas horas del día en el piso de enfrente.

Casi al mismo tiempo ato cabos cuando veo salir por un resquicio de esas mismas cortinas al gato que, desde el primer día, me toca la ventana para que le deje pasar dentro. Sortea con elegancia suicida los alfeizares de esta sexta planta en su visita. Sólo cuando le sirvo un plato de leche acaba por entrar y descansa a mi lado, haciéndome compañía. Todo encaja. Inicio mi relación con los gatos y las putas a través de un alquiler sobrevalorado.

Una mañana me preparé un café. Uno de esos polvos en tarro de cristal y calor de microondas, uno de esos sin humos aromáticos ni metáforas evocadoras en su sabor. Cafeína barata de tarro para enfermos del tarro.

En el momento en que doy mi primer sorbo a la taza entra por el cuadro profundo de la pared un grito de dolor. De arranque lento, con base en la vocal «a», sube pisos clavando garras en las paredes.

No hay rabia, ni urgencia, es el grito profundo de quien sabe que tiene toda la vida para quejarse de la vida. Del que siente dolores que no duelen, sólo frustran. Una mujer gritaba al mundo que iba a dejar de ser una mujer.

Al día siguiente, varios gritos después, leí una nota, pegada en la cabina del ascensor decía varias cosas. Yo lo resumiré: «Mi madre tiene Alzheimer, disculpen las molestias»

Al despertar me asome al pozo de ventanas y para mi sorpresa las cortinas rojas habían echado a volar y veía por primera vez en ellas las paredes desnudas de un pasillo desierto. No volveré a cambiar leche por compañía. Adiós gato, adiós putas.

En poco tiempo esas habitaciones vacías se llenaron de nuevas ideas y vidas con gente que viene y gente que va. Gente que se ha perdido, gente que ha perdido el hogar y gente a la que su país jamás le reconocerá. Es un piso de realquiler. Sólo otra forma de chuleo para la dueña del inmueble.

Un rumano gordo sudado, sin camiseta, asoma un par de palmos por el alfeizar. Está robando la señal de la televisión, empalmando un cable pirata al racimo que baja por la pared. En teoría lo que estoy presenciando es un acto ilegal pero no me importa demasiado. Él me ve, me sonríe y desaparece en su cueva oscura con la presa pretendida.

Tiene tele por cable y yo recibo visitas de los gorriones que ahora se posan en el cable blanco y tenso que conecta entre dos paredes como una cuerda de tender la ropa. Esto te hubiese gustado, amigo gato.

Una época un poco más oscura me llevó a realizar un estudio «Fen-sui» autodidacta y la mesa acabó alejada de la luz natural. La parte buena es que ahora podía quedarme ahí de pie, mirando con atención, sin inclinarme sobre la mesa y el alfeizar a una vez, la verticalidad del asunto.

Si quería ver el cielo no tenía más que mirar hacia arriba o podía marcarme un James Stewart con las vidas de mis vecinos, apostado con el catalejo viejo que compre en un rastro. Rara vez miré hacia arriba y fue así como descubrí al topo de mi comunidad.

Sus movimientos al fondo del caleidoscopio de hogares abiertos eran cuanto menos sospechosos, siempre desplazando bultos de un lado para otro, haciendo un uso más que abusivo de la zona común. Por un rato estuve tentado de liarme la manta a la cabeza y llenar hojas con metáforas, dejar que con las bolsas que transportaba por el pavimento también se dejase llevar mi imaginación.

El problema es que esto va de piedras pesadas, de polvo en las manos sucias, de esfuerzos y de un tío desocupado, que no despreocupado, unos cuantos pisos más arriba, observando en vez de haciendo.

Las páginas de los periódicos me dieron la razón. Su historia fue conocida. No había contrabando, ni partes de cuerpos, ni estaba echando nadie, a nadie, de casa. El topo picaba y escarbaba en la tierra desde su vivienda ubicada en un bajo. Antes de que veáis el lado romántico del hombre que busca protección en la tierra, debéis saber que invadió dos lonjas y se hizo una cocina y un baño. La realidad es más contundente que la ficción.

Yo por mi parte he tenido que irme de ese piso. Echo de menos mi ventana. Me he comprado un gato.

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05-07

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ahí afuera

Dicen que ahí afuera, en la calle, la gente quema contenedores. Hay gente que siendo más civilizada, maneja cifras y da consejos. Gente aún más civilizada, sustituye los interminables números por listas de nombres en las que es probable que yo ya me haya perdido hace mucho tiempo.

No sé si yo soy el más civilizado de todos, pero habiendo pasado ya por demasiadas cosas, habiendo saboreado el óxido y la herrumbre de la ilusión mojada, me estoy preparando un café.

Mi viejo perro Bosco, me vigila, en plano contrapicado de cejas, sin esperar sorpresas por mi parte. Un día echamos un pulso, sus patas contra mi corazón, y quedamos en tablas de cansancio. Desde entonces en esta casa se vive con otro ritmo. Mi perro se lame el orto en su manta mientras tú gritas revolución en la calle.

Puede que sea el más listo de los dos, de los tres si te incluyo a ti, señor revolucionario, pero tampoco puedo pretender ser un perro, aunque pueda llegar a suponer un ascenso.

Un hombre que busca dejar de ser un hombre para convertirse en animal, es un hombre que no ha entendido la vida. Tampoco se puede decir que la vida se haya molestado en entenderme últimamente.

Me quedo con la improbable frase bastarda que en una noche de desenfreno pudiesen haber fecundado Wilde y Nietzsche. “Vida, existes para ser amada, nunca entendida”. Quien quiera ser animal, suspende el examen y yo en mi caso particular, presento y suspendo el examen a una vez.

Hubo épocas, sin embargo, en las que sacaba matrículas en este absurdo. Épocas en las que sin pretenderlo, era más animal que persona. Épocas en las que solíamos gritar.

Cuando se nos compara con los animales; o se destaca en nosotros la agresividad, las fauces hambrientas buscando sangre u otros fluidos y los golpes en el pecho; o se nos asimila con la bondad y la quietud de alma y espíritu de los buenos seres de la naturaleza.

Puestos a hablar de gente que no entiende la vida, también hay gente que no entiende al animal.

Ser un animal es perderse en la falta de consciencia, en la desconexión con los colores de tu bandera, en el me importa un pepino lo qué gritamos y el por qué algunos nos lo quieren prohibir. La falta de consciencia de la marca de tu ropa, de tus influencias musicales y de tus libros leídos, todos esos en los que yo me puedo mear.

Me convertí en una persona vírica por momentos, tuve que soportar la infección de oído que provocaban las palabras de otras, las depresiones, la frustración, y a veces el éxito, en la carrera del saltar vallas en que algunas mentes cerradas han convertido la vida.

Unos sobrevivían, otros fracasaban, algunos caían y pocos triunfaban. Aún hoy cuando unos están muertos, otros en la droga, algunos nos refugiamos en nuestros pequeñas guaridas y pocos viven en palacios, no se decir muy bien quién es quién en la foto finish.

Los engaños de otros, de uno mismo, a otros y a unos. Las argucias, las trampas, los fines que justifican medios, lo superficial, lo interior que a veces es peor que el envoltorio. Todo eso se va mientras ponemos azúcar en la taza y nada importa nada. No obstante, en su día nos bebimos los tragos amargos sin rechistar.

Tengo apilados tinteros vacíos, los collages hechos con cartuchos acabados. Los libros de antiguo que tanto nos gustó coleccionar se apilan y ya no huelen a jazz. Huelen a humedad y han perdido su color nostalgia. Los cuadernos con anotaciones parecen más de Diógenes que míos y yo me distancio de ellos con cada pequeño gesto de indiferencia.

Recuerdo tu cámara, recuerdo la bufanda que me ponía incluso en días de calor. Recuerdo tus historias, las mías y nuestra feliz mediocridad.

Recuerdo cuánto nos importaba el fuego de Grecia y las políticas de enanos. Las letras de los cantautores que en realidad no decían nada rondaban por la habitación. Eran letras insulsas que no decían nada, pero no sabes lo bonita que estabas cuando las escuchabas a mi lado.

Deseché tu poncho de abuela recién comprado cuando te vi con él puesto la primera vez y lo adoré la segunda. Cómo disfruté siendo un hipócrita a tu lado. A veces me sentía inteligente y mordaz y muchas otras un simple charlatán pero, incluso entonces, tú me hacías sentir especial, estando a mi lado, guiando mi frustración y enseñándome que entre todos los charlatanes del mundo yo era el único que merecía redención.

Cómo me gustó cagarla tanto en esos días de derroche de esfuerzos y de discusiones por el peso de las nubes y las patas de los peces. Nunca pensé que no saber pensar pudiese traer tantas recompensas a una persona. La ignorancia era la felicidad y yo siendo su rey tenía total potestad sobre sus mieles, caminando del lado de mi reina.

Noches en que me fumaba paquetes enteros de tabaco sin preocupaciones y corría carreras entre calles sin resuello. Las borracheras sin resaca y las risas con desconocidos porque todos éramos miembros de la hermandad del inconsciente colectivo y del “te voy a invitar a una caña aunque no te conozco” eran diarias.

Echo de menos ser un animal y a la vez me alegro de no serlo, porque no serlo me convierte en algo capaz de recordar, para poder mantenerte viva y de esta manera mantenerme vivo a mí mismo.

Tu sonrisa preside mis despertares y modera mis reposos.

Sigo prefiriendo nuestras noches de viernes. Noches como esta en que tengo ya caliente el café, también el boli dispuesto en la mesa sobre la página 34 abierta de la revista de pasatiempos.

Esta noche en la que, creyendo saber muchas cosas me he vuelto a dar cuenta de que no sé nada, te reto a que resuelvas tu crucigrama antes que yo el mío.

Dime “te he ganado” al oído una vez más.