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LA JEFA

Tengo que comprar una lista de objetos. Tengo que recoger fotocopias, tengo que visitar despachos y unas cuantas cosas más que ni siquiera me importan. Todo es cuestión de tener un sueldo. En otras palabras, tener jefa.

Tengo una camisa sudada bajo el traje azul de saldo. Tengo 23 años y tengo un montón de sitios a los que me gustaría ir antes de quedarme aquí cargando con esta bandolera.

Tengo sed. Mucha sed, y es normal porque la última vez que lo consulté, un termómetro público decía que en la calle se respiran treintaiún grados. Me encantaría beberme una cerveza pero a mi jefa le gusta llamar muy a menudo al teléfono que «tengo». Es un teléfono de empresa. En sólo cuatro meses ya he aprendido a odiarlo.

Tengo unos padres, que mantienen la casa en la que vivo. No tengo un sueldo que me permita cambiar eso; el no tener una casa en propiedad; cambiar a mis padres creo que sería algo más caro y no están tan mal después de todo.

Tras cinco años, tengo una carrera, tengo una gran media, y a pesar de todo el mal clima que existe en este país, en todo lo que tenga que ver con el trabajo, tengo un prometedor puesto en una gran empresa, conseguido en relativamente poco espacio de tiempo.

No esta tan mal. Lo único que tengo que hacer es ahorrar una gran parte del sueldo, comprar objetos que no dependan de paredes o propiedad de suelo, como videojuegos, libros, ropa, relojes, caprichos… La «infantilización» del trabajador joven creo que le llaman.

Tengo todo esto y además tengo que sentarme. Estoy viendo un banco a orillas del parque, con sombra de árbol incluida que me va como anillo al dedo. Dejo mi bandolera repleta de importantísimos documentos que sólo el último mono en llegar a la empresa puede custodiar.

Aflojo el nudo de mi corbata y suelto algún botón, e incluso me permito quitarme la chaqueta. Empiezo a valorar el meterme a una tienda a comprar una camisa nueva, creo que con esta cantidad de sudor no tiene mucho remedio la que llevo puesta. Nota mental para el futuro, hacer caso a mis padres y comprar camisetas interiores.

Suena el teléfono y tengo que cogerlo. Es mi jefa. Sí, puedo estar allí a las tres. Sí, los dosieres ya están recogidos. Sí, he pedido factura con IVA desglosado. Sí, la reunión de las once fue puro trámite. Y en todo este rato de asentir tras asentir una anciana se ha sentado a mi lado. Ahora tengo compañía, qué bien, con la de bancos vacíos que hay en el parque.

No puede pesar más de cuarenta kilos, aunque sentada casi es tan alta como yo, o lo sería si no estuviese encorvada. La verdad es que me recuerda ligeramente al Señor Burns. No viste mal para un catalogo de ropa de señora mayor, pero su vestimenta en tonos beige, con falda hasta las rodillas en tela gruesa y la camisa, más rebeca, en este tiempo de verano parece una temeridad.

Me está sonriendo, me mira fijamente, es una sonrisa casi infantil.

— Qué bien estamos aquí juntitos eh, Felix.

— Sí, supongo.

No sé con quién me confunde esta señora pero pienso hacerme el loco hasta que se vaya. Ya llegará alguien que la reclame.

— Han dejado muy bonita esta parte de Bilbao. Yo vengo mucho.

— Yo no, la verdad.

— Como que no, Felix, si nos encanta pasear por aquí.

— Señora, yo no me llamo Felix.

— Anda, deja de decir tonterías, que cosas tienes. ¿No te acuerdas de ese árbol y de cómo nos gusta tumbarnos?

— No sé de qué me está hablando. ¿No acaba de decir que esta zona acaba de ser reformada? Como va a ser ese árbol en el que… Mejor déjelo.

— Pero si ése árbol siempre ha estado aquí en Coria.

— ¿Coria?

— Qué felices hemos sido siempre. ¿Algún día me darás hijos verdad?

— No creo yo que usted pueda…

— No me vengas con excusas, hombre. ¿Es que ya no me deseas?

— Ahora que lo dice, creo que está más el problema ahí que en el tema de la biología interna.

— Sé que lo dices de broma porque nos queremos tanto como es posible.

Para mi sorpresa avanzó posiciones en el banco. Todo sonrisa y dedicación. Por un momento me recordó a mi sobrina de cinco años, que sin saber nada de la vida, aseguraba a todo el que le preguntase, que mi versión adolescente de la época era su más íntimo amante. Estábamos destinados a los anillos y las arras.

Fue muy sutil, muy rápido y nada abrupto. En un instante toda aquella incomodidad se convirtió en cercanía. Ella a pesar de haberse movido en el asiento, se mantenía a un palmo aún de mí, me miraba con orgullo y cariño. En su mirada estaban encerradas la amiga, la amante, la madre y la abuela.

Sonó otra vez el teléfono de empresa pero por una vez no lo cogí, mientras me mantenía enganchado a ese rostro afectivo. Solo una voz externa pudo arrancarnos del momento. Una mujer redonda en el más esférico sentido de la palabra, pecosa y de pelo corto, casi tan mayor como mi acompañante, vestida con un batín de servicio se acercaba a nosotros.

— Jefa, que hace aquí, que tenemos la mesa preparada en casa.

— Antonia, yo me quiero ir a Coria.

— Claro que si señora, primero comemos y luego nos vamos en un paseo a Coria.

— No Antonia, vámonos ahora.

La magia se había roto, Felix, mi alter ego se había esfumado y Coria ya era un destino soñado y no nuestra realidad. Tras la disculpa innecesaria de Antonia, como un punto y su «i», se fueron caminando por la Gran Vía, no se adonde.

Los «tengos» se habían convertido en «quieros» en mi cabeza. Debía hacer una llamada, pero antes, no pude evitar lanzar la frase al aire cálido de la ciudad.

— Ay jefa, yo también me quiero ir a Coria.

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Ventana

Como una canica lanzada por las escaleras, rendijas y cañerías de la ciudad, he acabado ubicado en un modesto agujero de un sexto piso, unos quince metros sobre el suelo, sin saber muy bien por qué.

La calle a la que pertenece mi portal es amplia y perpendicular a la trayectoria del sol. Respeta las mañanas perezosas y los finales de día cansados a la sombra de los edificios. Lamentablemente, nada de esto influye de manera directa en la habitación desde la que escribo, que tiene como únicas vistas, dos ventanas gemelas a cinco metros de distancia.

Durante los años que llevo viviendo en este edificio he podido conocer muchas historias a través de una ventana que rara vez ha permanecido cerrada, pinceladas concentradas de un barrio, en el laberinto de muros de hormigón.

Las paredes de este patio están pintadas en blanco. La luz reflecta en ellas y llega hasta los últimos pisos del espacio negativo de la columna, cuyo techo azul no todos pueden ver. Un truco que disimula el hecho de que el sol está bastante más lejos de lo que parece.

Reposando en la jamba de la puerta, veo el marco blanco de una ventana como diapositivas extraídas de un negativo, encuadradas en sus plásticos, parecen trozos de una historia no oficial que no ha importado mucho nunca a nadie.

Hace poco que me he instalado en la habitación y he descubierto para mi sorpresa que tras las cortinas rojas de dudoso gusto que jamás se descorren hay clientes que se corren a todas horas del día en el piso de enfrente.

Casi al mismo tiempo ato cabos cuando veo salir por un resquicio de esas mismas cortinas al gato que, desde el primer día, me toca la ventana para que le deje pasar dentro. Sortea con elegancia suicida los alfeizares de esta sexta planta en su visita. Sólo cuando le sirvo un plato de leche acaba por entrar y descansa a mi lado, haciéndome compañía. Todo encaja. Inicio mi relación con los gatos y las putas a través de un alquiler sobrevalorado.

Una mañana me preparé un café. Uno de esos polvos en tarro de cristal y calor de microondas, uno de esos sin humos aromáticos ni metáforas evocadoras en su sabor. Cafeína barata de tarro para enfermos del tarro.

En el momento en que doy mi primer sorbo a la taza entra por el cuadro profundo de la pared un grito de dolor. De arranque lento, con base en la vocal «a», sube pisos clavando garras en las paredes.

No hay rabia, ni urgencia, es el grito profundo de quien sabe que tiene toda la vida para quejarse de la vida. Del que siente dolores que no duelen, sólo frustran. Una mujer gritaba al mundo que iba a dejar de ser una mujer.

Al día siguiente, varios gritos después, leí una nota, pegada en la cabina del ascensor decía varias cosas. Yo lo resumiré: «Mi madre tiene Alzheimer, disculpen las molestias»

Al despertar me asome al pozo de ventanas y para mi sorpresa las cortinas rojas habían echado a volar y veía por primera vez en ellas las paredes desnudas de un pasillo desierto. No volveré a cambiar leche por compañía. Adiós gato, adiós putas.

En poco tiempo esas habitaciones vacías se llenaron de nuevas ideas y vidas con gente que viene y gente que va. Gente que se ha perdido, gente que ha perdido el hogar y gente a la que su país jamás le reconocerá. Es un piso de realquiler. Sólo otra forma de chuleo para la dueña del inmueble.

Un rumano gordo sudado, sin camiseta, asoma un par de palmos por el alfeizar. Está robando la señal de la televisión, empalmando un cable pirata al racimo que baja por la pared. En teoría lo que estoy presenciando es un acto ilegal pero no me importa demasiado. Él me ve, me sonríe y desaparece en su cueva oscura con la presa pretendida.

Tiene tele por cable y yo recibo visitas de los gorriones que ahora se posan en el cable blanco y tenso que conecta entre dos paredes como una cuerda de tender la ropa. Esto te hubiese gustado, amigo gato.

Una época un poco más oscura me llevó a realizar un estudio «Fen-sui» autodidacta y la mesa acabó alejada de la luz natural. La parte buena es que ahora podía quedarme ahí de pie, mirando con atención, sin inclinarme sobre la mesa y el alfeizar a una vez, la verticalidad del asunto.

Si quería ver el cielo no tenía más que mirar hacia arriba o podía marcarme un James Stewart con las vidas de mis vecinos, apostado con el catalejo viejo que compre en un rastro. Rara vez miré hacia arriba y fue así como descubrí al topo de mi comunidad.

Sus movimientos al fondo del caleidoscopio de hogares abiertos eran cuanto menos sospechosos, siempre desplazando bultos de un lado para otro, haciendo un uso más que abusivo de la zona común. Por un rato estuve tentado de liarme la manta a la cabeza y llenar hojas con metáforas, dejar que con las bolsas que transportaba por el pavimento también se dejase llevar mi imaginación.

El problema es que esto va de piedras pesadas, de polvo en las manos sucias, de esfuerzos y de un tío desocupado, que no despreocupado, unos cuantos pisos más arriba, observando en vez de haciendo.

Las páginas de los periódicos me dieron la razón. Su historia fue conocida. No había contrabando, ni partes de cuerpos, ni estaba echando nadie, a nadie, de casa. El topo picaba y escarbaba en la tierra desde su vivienda ubicada en un bajo. Antes de que veáis el lado romántico del hombre que busca protección en la tierra, debéis saber que invadió dos lonjas y se hizo una cocina y un baño. La realidad es más contundente que la ficción.

Yo por mi parte he tenido que irme de ese piso. Echo de menos mi ventana. Me he comprado un gato.