1_Agosto

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EL MUSEO DE LOS VÁLIDOS

Un joven camina por la ciudad. Los transeúntes ya acostumbrados a cualquier cosa, ignoran el ruido de sus cadenas, la cruz que pende de su lóbulo izquierdo, en desafiante blasfemia, invertida. El cuero, la tela negra y los entramados de cuadros escoceses en los que predomina el color rojo, lo envuelven como a un regalo que la sociedad devuelve a quienes la conforman, en pago a su apatía.

Lleva ya un tiempo dando aquel paseo, sin rumbo ni propósito, porque ni siquiera disfruta del mero hecho de caminar. Camina porque pensar en el paso que dará el pie izquierdo tras haber movido el derecho, es lo más parecido que conoce a un propósito en la vida.

En algún recóndito lugar de su consciencia debe reconocer que las botas de aquella imitación de cuero negro, engalanadas con herrajes cromados de gran tamaño a modo de cierre, pesan hoy más que nunca. Como dos demonios. Siguiendo esta forma estética y casi por la fuerza de un cliché lleva en su mano una lata de cerveza vacía, a la que apuró ya sus últimas gotas un par de calles atrás.

Contra todo pronóstico está buscando un contenedor de reciclaje para poder deshacerse de ella, en lugar de dejarla abandonada para que pase a ser considerada basura común. Suerte para mí de sus preocupaciones ecologistas ya que aquella misma noche me encontraba tratando de alcanzar el sueño entre olores y frío, al respaldo de aquel gran contenedor, situado lejos de su maldito compañero de contenido orgánico, abrazando la mochila con mis pertenencias.

Tras oír chocar la lata en las entrañas amarillas de plástico, a modo de comprobación, dobló la esquina del inmenso container y tal y como yo temía en ese momento, descubrió mi escondite.

— Ostia, si se ha caído un pijo. —

Comencé a ponerme en pie, sin saber muy bien cómo afrontar la situación. Dispuesto estaba a defenderme si era necesario, aunque ni mucho menos, lo deseaba.

— No no, pero no se levante majestad. Como se nota la escuela privada, eh. — Sin duda me estaba juzgando por mi facha. Vista la ropa que llevaba, cuidada pero con algunas manchas propias de quien cabecea rondando las basuras de la ciudad, me debía estar confundiendo con un estudiante empapado en alcohol.

— Oye, ¿No llevarás un eurito encima, o un cigarrito? Que anda la noche muy jodida. — Lo pedía con optimismo, sin desidia alguna, como si la frase le funcionase realmente a menudo y no acumulase negativas constantes.

Me quedaban pocos cigarrillos en el paquete de tabaco, pero queriendo reducir la conversación al mínimo necesario, consideré una buena inversión compartir uno con él, en pos de lograr que me dejara en paz.

— Sí, claro, toma. —

Extraje uno de mis últimos Luckys y se lo extendí sujetándolo por el filtro. Enseguida lo llevo a su boca y con un rápido gesto prendió su extremo. Tras una primera calada larga y profunda, una pausa dramática y la consecuente expulsión profusa de humo, aún seguía parado frente a mí. Finalmente hizo la pregunta del millón.

— ¿Y esa bolsa? Qué pasa, ¿ahora también se ha puesto de moda pasar la noche al raso entre los niños bien?

— No…

— Ah, no sé, como ahora os ponéis gafas enormes sin cristal y os dejáis una fortuna en chaquetas de abuelo… Tío, me recuerdo a mi viejo cuando hablo así pero es que yo, ya no entiendo nada. Lo de las mallas y la chupa tiene un sentido, ¿Sabes?

— Pero si yo no…

— Oye lumbrera, ¿no se te ha ocurrido que en algún momento va a pasar el camión de la basura y no te puedes quedar sobando al lado de cajas que pesan un quintal? — Sonreía mientras avanzaba en su interrogatorio casi retórico, porque yo, incómodo y desconcertado, no sabía muy bien como contestar a ninguna de las preguntas. — Anda, recoge eso, que te vienes conmigo a dormir bajo techo. —

Seguir a aquel sujeto, a las primeras de cambio por una ciudad que no conocía, no parecía una buena idea en principio. Hasta hace unos días ni se me hubiese pasado por la cabeza si quiera oír hablar del tema, pero día a día mi situación empeoraba cada vez más y dormir en la calle no me estaba resultando nada fácil. Solo habían pasado dos noches desde que tuve que irme de la pensión de mala muerte en la que me hospedaba. Desde entonces no lograba dar más que pequeñas cabezadas, siempre atento a los ruidos y la gente que me rodeaba. Siempre preocupado de robos y peligros mayores.

— Vamos anda, no desconfíes tanto que si quisiese tu bolsita ya hubiese sacado a ésta. — Lo dijo mientras desplegaba una navaja de abanico de tamaño medio que parecía bien afilada. — Es bonita eh, tranquilo que es sólo para defenderme, hay mucho cabrón suelto. Recoge eso y tira, que nos queda un poco lejos el palacio. Por cierto, me llamo «Colilla».

En cuanto comenzamos a andar, reanudó la batería de preguntas intrascendentes, hablando sólo de vez en cuando de los temas que a mí me podían interesar. Nos dirigíamos a una especie de piso okupa. Debía entrar con todo sigilo hasta alcanzar la puerta de un cuarto pequeño que se situaba a la derecha de la entrada principal en la segunda planta.

Llegamos al edificio, que a juzgar por su facha era bastante antiguo, aunque conservaba un aire a tiempos mejores. No pude distinguir mucho más, por las pocas farolas en funcionamiento de la calle, pero algo de señorial se escondía en la sombra de sus relieves, dándole un aspecto regio, similar al de un museo. Aquella fue la primera noche que pase en La Casa.

Al despertar, pude compartir plato y mesa con varios de los residentes en un improvisado comedor de la planta baja. Platos dispares, tanto como los comensales. Un bodegón de cualidades que más parecía naturaleza muerta en sus ojos. Así conocí mi primera residencia en Madrid.

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03.08.15C__Users_usuario_Documents_Dibujo1 Model (1)

LA JEFA

Tengo que comprar una lista de objetos. Tengo que recoger fotocopias, tengo que visitar despachos y unas cuantas cosas más que ni siquiera me importan. Todo es cuestión de tener un sueldo. En otras palabras, tener jefa.

Tengo una camisa sudada bajo el traje azul de saldo. Tengo 23 años y tengo un montón de sitios a los que me gustaría ir antes de quedarme aquí cargando con esta bandolera.

Tengo sed. Mucha sed, y es normal porque la última vez que lo consulté, un termómetro público decía que en la calle se respiran treintaiún grados. Me encantaría beberme una cerveza pero a mi jefa le gusta llamar muy a menudo al teléfono que «tengo». Es un teléfono de empresa. En sólo cuatro meses ya he aprendido a odiarlo.

Tengo unos padres, que mantienen la casa en la que vivo. No tengo un sueldo que me permita cambiar eso; el no tener una casa en propiedad; cambiar a mis padres creo que sería algo más caro y no están tan mal después de todo.

Tras cinco años, tengo una carrera, tengo una gran media, y a pesar de todo el mal clima que existe en este país, en todo lo que tenga que ver con el trabajo, tengo un prometedor puesto en una gran empresa, conseguido en relativamente poco espacio de tiempo.

No esta tan mal. Lo único que tengo que hacer es ahorrar una gran parte del sueldo, comprar objetos que no dependan de paredes o propiedad de suelo, como videojuegos, libros, ropa, relojes, caprichos… La «infantilización» del trabajador joven creo que le llaman.

Tengo todo esto y además tengo que sentarme. Estoy viendo un banco a orillas del parque, con sombra de árbol incluida que me va como anillo al dedo. Dejo mi bandolera repleta de importantísimos documentos que sólo el último mono en llegar a la empresa puede custodiar.

Aflojo el nudo de mi corbata y suelto algún botón, e incluso me permito quitarme la chaqueta. Empiezo a valorar el meterme a una tienda a comprar una camisa nueva, creo que con esta cantidad de sudor no tiene mucho remedio la que llevo puesta. Nota mental para el futuro, hacer caso a mis padres y comprar camisetas interiores.

Suena el teléfono y tengo que cogerlo. Es mi jefa. Sí, puedo estar allí a las tres. Sí, los dosieres ya están recogidos. Sí, he pedido factura con IVA desglosado. Sí, la reunión de las once fue puro trámite. Y en todo este rato de asentir tras asentir una anciana se ha sentado a mi lado. Ahora tengo compañía, qué bien, con la de bancos vacíos que hay en el parque.

No puede pesar más de cuarenta kilos, aunque sentada casi es tan alta como yo, o lo sería si no estuviese encorvada. La verdad es que me recuerda ligeramente al Señor Burns. No viste mal para un catalogo de ropa de señora mayor, pero su vestimenta en tonos beige, con falda hasta las rodillas en tela gruesa y la camisa, más rebeca, en este tiempo de verano parece una temeridad.

Me está sonriendo, me mira fijamente, es una sonrisa casi infantil.

— Qué bien estamos aquí juntitos eh, Felix.

— Sí, supongo.

No sé con quién me confunde esta señora pero pienso hacerme el loco hasta que se vaya. Ya llegará alguien que la reclame.

— Han dejado muy bonita esta parte de Bilbao. Yo vengo mucho.

— Yo no, la verdad.

— Como que no, Felix, si nos encanta pasear por aquí.

— Señora, yo no me llamo Felix.

— Anda, deja de decir tonterías, que cosas tienes. ¿No te acuerdas de ese árbol y de cómo nos gusta tumbarnos?

— No sé de qué me está hablando. ¿No acaba de decir que esta zona acaba de ser reformada? Como va a ser ese árbol en el que… Mejor déjelo.

— Pero si ése árbol siempre ha estado aquí en Coria.

— ¿Coria?

— Qué felices hemos sido siempre. ¿Algún día me darás hijos verdad?

— No creo yo que usted pueda…

— No me vengas con excusas, hombre. ¿Es que ya no me deseas?

— Ahora que lo dice, creo que está más el problema ahí que en el tema de la biología interna.

— Sé que lo dices de broma porque nos queremos tanto como es posible.

Para mi sorpresa avanzó posiciones en el banco. Todo sonrisa y dedicación. Por un momento me recordó a mi sobrina de cinco años, que sin saber nada de la vida, aseguraba a todo el que le preguntase, que mi versión adolescente de la época era su más íntimo amante. Estábamos destinados a los anillos y las arras.

Fue muy sutil, muy rápido y nada abrupto. En un instante toda aquella incomodidad se convirtió en cercanía. Ella a pesar de haberse movido en el asiento, se mantenía a un palmo aún de mí, me miraba con orgullo y cariño. En su mirada estaban encerradas la amiga, la amante, la madre y la abuela.

Sonó otra vez el teléfono de empresa pero por una vez no lo cogí, mientras me mantenía enganchado a ese rostro afectivo. Solo una voz externa pudo arrancarnos del momento. Una mujer redonda en el más esférico sentido de la palabra, pecosa y de pelo corto, casi tan mayor como mi acompañante, vestida con un batín de servicio se acercaba a nosotros.

— Jefa, que hace aquí, que tenemos la mesa preparada en casa.

— Antonia, yo me quiero ir a Coria.

— Claro que si señora, primero comemos y luego nos vamos en un paseo a Coria.

— No Antonia, vámonos ahora.

La magia se había roto, Felix, mi alter ego se había esfumado y Coria ya era un destino soñado y no nuestra realidad. Tras la disculpa innecesaria de Antonia, como un punto y su «i», se fueron caminando por la Gran Vía, no se adonde.

Los «tengos» se habían convertido en «quieros» en mi cabeza. Debía hacer una llamada, pero antes, no pude evitar lanzar la frase al aire cálido de la ciudad.

— Ay jefa, yo también me quiero ir a Coria.

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Ventana

Como una canica lanzada por las escaleras, rendijas y cañerías de la ciudad, he acabado ubicado en un modesto agujero de un sexto piso, unos quince metros sobre el suelo, sin saber muy bien por qué.

La calle a la que pertenece mi portal es amplia y perpendicular a la trayectoria del sol. Respeta las mañanas perezosas y los finales de día cansados a la sombra de los edificios. Lamentablemente, nada de esto influye de manera directa en la habitación desde la que escribo, que tiene como únicas vistas, dos ventanas gemelas a cinco metros de distancia.

Durante los años que llevo viviendo en este edificio he podido conocer muchas historias a través de una ventana que rara vez ha permanecido cerrada, pinceladas concentradas de un barrio, en el laberinto de muros de hormigón.

Las paredes de este patio están pintadas en blanco. La luz reflecta en ellas y llega hasta los últimos pisos del espacio negativo de la columna, cuyo techo azul no todos pueden ver. Un truco que disimula el hecho de que el sol está bastante más lejos de lo que parece.

Reposando en la jamba de la puerta, veo el marco blanco de una ventana como diapositivas extraídas de un negativo, encuadradas en sus plásticos, parecen trozos de una historia no oficial que no ha importado mucho nunca a nadie.

Hace poco que me he instalado en la habitación y he descubierto para mi sorpresa que tras las cortinas rojas de dudoso gusto que jamás se descorren hay clientes que se corren a todas horas del día en el piso de enfrente.

Casi al mismo tiempo ato cabos cuando veo salir por un resquicio de esas mismas cortinas al gato que, desde el primer día, me toca la ventana para que le deje pasar dentro. Sortea con elegancia suicida los alfeizares de esta sexta planta en su visita. Sólo cuando le sirvo un plato de leche acaba por entrar y descansa a mi lado, haciéndome compañía. Todo encaja. Inicio mi relación con los gatos y las putas a través de un alquiler sobrevalorado.

Una mañana me preparé un café. Uno de esos polvos en tarro de cristal y calor de microondas, uno de esos sin humos aromáticos ni metáforas evocadoras en su sabor. Cafeína barata de tarro para enfermos del tarro.

En el momento en que doy mi primer sorbo a la taza entra por el cuadro profundo de la pared un grito de dolor. De arranque lento, con base en la vocal «a», sube pisos clavando garras en las paredes.

No hay rabia, ni urgencia, es el grito profundo de quien sabe que tiene toda la vida para quejarse de la vida. Del que siente dolores que no duelen, sólo frustran. Una mujer gritaba al mundo que iba a dejar de ser una mujer.

Al día siguiente, varios gritos después, leí una nota, pegada en la cabina del ascensor decía varias cosas. Yo lo resumiré: «Mi madre tiene Alzheimer, disculpen las molestias»

Al despertar me asome al pozo de ventanas y para mi sorpresa las cortinas rojas habían echado a volar y veía por primera vez en ellas las paredes desnudas de un pasillo desierto. No volveré a cambiar leche por compañía. Adiós gato, adiós putas.

En poco tiempo esas habitaciones vacías se llenaron de nuevas ideas y vidas con gente que viene y gente que va. Gente que se ha perdido, gente que ha perdido el hogar y gente a la que su país jamás le reconocerá. Es un piso de realquiler. Sólo otra forma de chuleo para la dueña del inmueble.

Un rumano gordo sudado, sin camiseta, asoma un par de palmos por el alfeizar. Está robando la señal de la televisión, empalmando un cable pirata al racimo que baja por la pared. En teoría lo que estoy presenciando es un acto ilegal pero no me importa demasiado. Él me ve, me sonríe y desaparece en su cueva oscura con la presa pretendida.

Tiene tele por cable y yo recibo visitas de los gorriones que ahora se posan en el cable blanco y tenso que conecta entre dos paredes como una cuerda de tender la ropa. Esto te hubiese gustado, amigo gato.

Una época un poco más oscura me llevó a realizar un estudio «Fen-sui» autodidacta y la mesa acabó alejada de la luz natural. La parte buena es que ahora podía quedarme ahí de pie, mirando con atención, sin inclinarme sobre la mesa y el alfeizar a una vez, la verticalidad del asunto.

Si quería ver el cielo no tenía más que mirar hacia arriba o podía marcarme un James Stewart con las vidas de mis vecinos, apostado con el catalejo viejo que compre en un rastro. Rara vez miré hacia arriba y fue así como descubrí al topo de mi comunidad.

Sus movimientos al fondo del caleidoscopio de hogares abiertos eran cuanto menos sospechosos, siempre desplazando bultos de un lado para otro, haciendo un uso más que abusivo de la zona común. Por un rato estuve tentado de liarme la manta a la cabeza y llenar hojas con metáforas, dejar que con las bolsas que transportaba por el pavimento también se dejase llevar mi imaginación.

El problema es que esto va de piedras pesadas, de polvo en las manos sucias, de esfuerzos y de un tío desocupado, que no despreocupado, unos cuantos pisos más arriba, observando en vez de haciendo.

Las páginas de los periódicos me dieron la razón. Su historia fue conocida. No había contrabando, ni partes de cuerpos, ni estaba echando nadie, a nadie, de casa. El topo picaba y escarbaba en la tierra desde su vivienda ubicada en un bajo. Antes de que veáis el lado romántico del hombre que busca protección en la tierra, debéis saber que invadió dos lonjas y se hizo una cocina y un baño. La realidad es más contundente que la ficción.

Yo por mi parte he tenido que irme de ese piso. Echo de menos mi ventana. Me he comprado un gato.

12-07-15

C__Users_usuario_Documents_Dibujo1 Model (1)Cámara fantasma

Salimos del fundido a negro y una puerta permanece cerrada frente a nosotros a los pies del cemento de una acera anónima. Los pájaros pían en lo que parece una cálida mañana de primavera y los transeúntes cruzan perpendiculares sin mayor importancia para nosotros.

La madera se hunde en un oscilar hacia el interior de la fachada y por el hueco restante asoma una bota, un chico desenfadado le sigue.

Volamos en trazo firme hasta situar nuestra perspectiva sobre el hombro derecho del espigado muchacho y su melena rubia de vez en cuando vuela con el viento para bloquear nuestra visión del tramo de ciudad por el que él avanza.

Apoyarnos sobre su cuerpo implica que botamos con sus pulsiones y nuestro mundo se vuelve vivo y enérgico, latente y confuso, pero en un bonito plano secuencia nos vemos libres de nuestros anclaje estático, libres para admirar la riqueza del mundo que espera frente a sus pies siempre en movimiento.

Gente atareada rehúye nuestra mirada, no entienden de encuadres, o quieren parecer altivos quizás. Se pierden por los márgenes de nuestro campo visual y no nos son relevantes porque sin un nombre, sin un propósito, para nosotros sólo son figurantes. No les interesa la película que vendemos.

Conversaciones que, descontextualizadas, resultan difusas e inconexas, vuelan como saetas junto a nosotros conforme superamos a grupos de gente parada, formando un mosaico de azulejos rotos. Otros peatones sueltan monólogos a sus teléfonos móviles y una anciana se inclina para decir algo a su perro.

El chico esquiva todas estas subclases con agilidad sin perder ritmo o rumbo a través de la urbe. Sus manos pugnan con un cable blanco y en poco tiempo desenreda el nudo. Se lleva dos auriculares a sus orejas. Parece que vamos a tener banda sonora en nuestro viaje.

Tango with Lions, nos perdemos en una contradicción de ritmos pausados frente a largas y enérgicas zancadas que atraviesan una tras otra todas las líneas de meta que son los rayos de sol en la primera mañana del día.

Dos coches colisionan en un accidente cotidiano de chapa y pintura. Nosotros ya estamos cruzando el paso de cebra cuando los conductores enzarzan sus gritos mudos en discusión sorda que tapa la música que nos acompaña.

Pocos portales más adelante reduce su velocidad a un pasear despreocupado mientras aparentemente los escaparates empiezan a ser cada vez más atractivos para él. Lo que antes era un pasear se ha convertido en una detención y nuestra vista queda fijada en una alfombra de cómics que se exponen tras un cristal.

La canción termina y el aliento le falta a nuestro vehículo humano cuando decide entrar en la tienda así que migramos como oscuras golondrinas hacia climas mejores y lugares más apacibles.

Hemos encontrado una sombra agradable, evitando los rayos del sol, asentados sobre un muro, protegidos por los árboles de un céntrico parque. Hay juegos y carreras a nuestro alrededor, risas y gritos, pero esta vez, concentramos la atención en una madre, que en la distancia, llama a su hija. Los sonidos no llegan a nuestra posición, lejana con relación a ella, pero los gestos no dejan lugar a la duda y finalmente logran atraer a la pequeña.

Parece que se ha manchado con la tierra en uno de sus juegos el vestido blanco que tanto habrá costado a la madre mantener limpio hasta entonces. La regañina no tarda en empezar, a juzgar por los llantos que esta vez sí, llegan hasta nosotros, de mera potencia con la que se producen.

Una superficie gris, metálica pero pulida hasta un punto casi mate, pasa frente a nosotros, impidiendo que veamos nada distinto al volumen y matices del objeto en ascensión. Situada a pocos centímetros de nosotros queda enmarcada la maternal escena entre los grises intrusos del objeto que nos atrevemos a clasificar como un revólver.

El anillo metálico a través del que miramos ahora, más parece una boca y el gatillo que pende de su techo, es su campanilla. Un dedo de uña sucia y mellada y varios padrastros, que podemos observar como a través de un microscopio, se aproxima lentamente a ella y la oprime, provocando el temblor y espasmo que lleva a la arcada cuando el recorrido angular se completa dentro de la guardamonte.

Se vomita una bala desde el cañón y nosotros seguimos a ésta, en vertiginosas espirales que hacen añicos los trazos de vida en las paredes, cortadas por el viento, del efecto túnel provocado. Vamos a rebufo de la muerte dejando atrás la pólvora culpable convertida en nube negra.

Perdemos de vista el objeto cuando penetra en la tela y la carne. Es una penetración recogida, minimalista, sin grandes alardes. Cae la figura, deja libre nuestro campo visual y aún no hemos podido ver una sola gota de sangre. Buscamos el premio morboso bajando la vista y algo nos impulsa repelidos, perpendiculares al suelo, hacia las nubes que dominan sus alturas impasibles, viendo alejarse la cara congelada y su cuerpo yaciente.

El aire se escapa de los pulmones, nosotros subimos, la gente corre carreras que nos parecen arbitrarias hasta abandonar los márgenes del espacio verde. La vida, en todos los sentidos abandona el parque. Sólo las hierbas y los árboles sin voluntad de movimiento acompañan lo que ya es un cadáver cuando nuestra vista alcanza los horizontes de la ciudad que ignora.

La velocidad de ascenso es tal que a cada parpadeo obtenemos la instantánea del plano que jamás volverá. Cuando los ojos se abren de nuevo, estamos mucho más lejos del mundo que en el instante anterior.

Un reflejo irrumpe por nuestra izquierda y el gran astro peinando los cabellos azules de planeta nos sobrecoge. Le sigue la cortina negra punteada por estrellas y nebulosas.

Ya no volamos, ya no hay más tango con leones, ya no hay ruidos, ya no hay muerte. Donde nunca antes ha habido vida, no vamos ni venimos, solo flotamos, solo vemos, solo capturamos imágenes. Como una cámara, como una cámara fantasma.