03.08.15C__Users_usuario_Documents_Dibujo1 Model (1)

LA JEFA

Tengo que comprar una lista de objetos. Tengo que recoger fotocopias, tengo que visitar despachos y unas cuantas cosas más que ni siquiera me importan. Todo es cuestión de tener un sueldo. En otras palabras, tener jefa.

Tengo una camisa sudada bajo el traje azul de saldo. Tengo 23 años y tengo un montón de sitios a los que me gustaría ir antes de quedarme aquí cargando con esta bandolera.

Tengo sed. Mucha sed, y es normal porque la última vez que lo consulté, un termómetro público decía que en la calle se respiran treintaiún grados. Me encantaría beberme una cerveza pero a mi jefa le gusta llamar muy a menudo al teléfono que «tengo». Es un teléfono de empresa. En sólo cuatro meses ya he aprendido a odiarlo.

Tengo unos padres, que mantienen la casa en la que vivo. No tengo un sueldo que me permita cambiar eso; el no tener una casa en propiedad; cambiar a mis padres creo que sería algo más caro y no están tan mal después de todo.

Tras cinco años, tengo una carrera, tengo una gran media, y a pesar de todo el mal clima que existe en este país, en todo lo que tenga que ver con el trabajo, tengo un prometedor puesto en una gran empresa, conseguido en relativamente poco espacio de tiempo.

No esta tan mal. Lo único que tengo que hacer es ahorrar una gran parte del sueldo, comprar objetos que no dependan de paredes o propiedad de suelo, como videojuegos, libros, ropa, relojes, caprichos… La «infantilización» del trabajador joven creo que le llaman.

Tengo todo esto y además tengo que sentarme. Estoy viendo un banco a orillas del parque, con sombra de árbol incluida que me va como anillo al dedo. Dejo mi bandolera repleta de importantísimos documentos que sólo el último mono en llegar a la empresa puede custodiar.

Aflojo el nudo de mi corbata y suelto algún botón, e incluso me permito quitarme la chaqueta. Empiezo a valorar el meterme a una tienda a comprar una camisa nueva, creo que con esta cantidad de sudor no tiene mucho remedio la que llevo puesta. Nota mental para el futuro, hacer caso a mis padres y comprar camisetas interiores.

Suena el teléfono y tengo que cogerlo. Es mi jefa. Sí, puedo estar allí a las tres. Sí, los dosieres ya están recogidos. Sí, he pedido factura con IVA desglosado. Sí, la reunión de las once fue puro trámite. Y en todo este rato de asentir tras asentir una anciana se ha sentado a mi lado. Ahora tengo compañía, qué bien, con la de bancos vacíos que hay en el parque.

No puede pesar más de cuarenta kilos, aunque sentada casi es tan alta como yo, o lo sería si no estuviese encorvada. La verdad es que me recuerda ligeramente al Señor Burns. No viste mal para un catalogo de ropa de señora mayor, pero su vestimenta en tonos beige, con falda hasta las rodillas en tela gruesa y la camisa, más rebeca, en este tiempo de verano parece una temeridad.

Me está sonriendo, me mira fijamente, es una sonrisa casi infantil.

— Qué bien estamos aquí juntitos eh, Felix.

— Sí, supongo.

No sé con quién me confunde esta señora pero pienso hacerme el loco hasta que se vaya. Ya llegará alguien que la reclame.

— Han dejado muy bonita esta parte de Bilbao. Yo vengo mucho.

— Yo no, la verdad.

— Como que no, Felix, si nos encanta pasear por aquí.

— Señora, yo no me llamo Felix.

— Anda, deja de decir tonterías, que cosas tienes. ¿No te acuerdas de ese árbol y de cómo nos gusta tumbarnos?

— No sé de qué me está hablando. ¿No acaba de decir que esta zona acaba de ser reformada? Como va a ser ese árbol en el que… Mejor déjelo.

— Pero si ése árbol siempre ha estado aquí en Coria.

— ¿Coria?

— Qué felices hemos sido siempre. ¿Algún día me darás hijos verdad?

— No creo yo que usted pueda…

— No me vengas con excusas, hombre. ¿Es que ya no me deseas?

— Ahora que lo dice, creo que está más el problema ahí que en el tema de la biología interna.

— Sé que lo dices de broma porque nos queremos tanto como es posible.

Para mi sorpresa avanzó posiciones en el banco. Todo sonrisa y dedicación. Por un momento me recordó a mi sobrina de cinco años, que sin saber nada de la vida, aseguraba a todo el que le preguntase, que mi versión adolescente de la época era su más íntimo amante. Estábamos destinados a los anillos y las arras.

Fue muy sutil, muy rápido y nada abrupto. En un instante toda aquella incomodidad se convirtió en cercanía. Ella a pesar de haberse movido en el asiento, se mantenía a un palmo aún de mí, me miraba con orgullo y cariño. En su mirada estaban encerradas la amiga, la amante, la madre y la abuela.

Sonó otra vez el teléfono de empresa pero por una vez no lo cogí, mientras me mantenía enganchado a ese rostro afectivo. Solo una voz externa pudo arrancarnos del momento. Una mujer redonda en el más esférico sentido de la palabra, pecosa y de pelo corto, casi tan mayor como mi acompañante, vestida con un batín de servicio se acercaba a nosotros.

— Jefa, que hace aquí, que tenemos la mesa preparada en casa.

— Antonia, yo me quiero ir a Coria.

— Claro que si señora, primero comemos y luego nos vamos en un paseo a Coria.

— No Antonia, vámonos ahora.

La magia se había roto, Felix, mi alter ego se había esfumado y Coria ya era un destino soñado y no nuestra realidad. Tras la disculpa innecesaria de Antonia, como un punto y su «i», se fueron caminando por la Gran Vía, no se adonde.

Los «tengos» se habían convertido en «quieros» en mi cabeza. Debía hacer una llamada, pero antes, no pude evitar lanzar la frase al aire cálido de la ciudad.

— Ay jefa, yo también me quiero ir a Coria.

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